Las persianas
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Se lo había dicho muchas veces: «No quiero que subas las persianas. Me gusta todo tal cual está». Pero ella no me hacía ni caso; tenía esa manía. Llegaba cada mañana tronando por la puerta. Aullaba mi nombre por el pasillo. Se movía de forma impetuosa, chocando contra todos los muebles. Recorría la casa en mi búsqueda.
Yo solía situarme cada vez en un lugar diferente, para despistarla. Un día me quedaba quieta sentada en la cocina, tomando café. Otro, permanecía hecha una bola en el sofá de terciopelo del salón. Me escondía detrás de las puertas, estirada en la bañera. Una vez recuerdo quedarme envuelta en los visillos del comedor, tardó tanto en encontrarme que desistió y se marchó. Pero casi siempre daba conmigo, nada más verme me escrutaba de arriba abajo y me soltaba una reprimenda. Que qué haces todavía en pijama, está todo hecho un asco, así no se puede vivir y bla, bla, bla. Yo después de la segunda frase dejaba de escucharla. Me gustaba ver cómo mutaba su expresión, cómo se le hinchaba la vena que tenía en medio de la frente; cogía un tono verdoso brillante. La comisura de los labios se le torcía. Las cejas se le electrizaban. A pesar de sus años, todavía conservaba cierta belleza: el pelo canoso enmarcaba unos ojos azules penetrantes. Tenía la nariz perfilada, los pómulos salientes. Algunos días, en los que mi mente estaba creativa, me imaginaba que mientras me soltaba aquella retahíla de agravios unos monos aparecían en su cara. Brincaban y se rascaban las axilas. Uh, uh, ah, ah. Aquello me daba mucha risa y ella se irritaba aun más. La bronca se alargaba entonces.
Después venía lo peor, cuando abría todas las persianas de la casa. Una por una. Las persianas eran de madera y estaban hechas trizas. La cuerda para alzarlas se había pelado con el paso del tiempo y fallaba muchas veces. Ella las subía con fuerza y dejaba la cuerda atada con un nudo marinero.
—Hace falta luz aquí. No puedes vivir a oscuras —me repetía mientras dejaba que la luz nos invadiera a raudales.
—No vivo a oscuras —rechistaba yo inútilmente.
Los días en que ella faltaba porque tenía otras cosas que hacer, las persianas se quedaban bajadas. A primera hora el sol golpeaba en los ventanales del salón. La luz se filtraba troceada y se reflejaba en la pared de detrás del sofá, acompañando al viejo reloj de pared. Si había suerte y hacía viento, las persianas traqueteaban y las franjas de luz bailaban en la pared al ritmo de un tac, tac, tac. En invierno, a las 12h00 en punto, los rayos de sol se colaban por las ventanas del patio. Caían de forma oblicua y aparecían pedazos de luz en el suelo. Entonces yo me tumbaba sobre las baldosas de ajedrez, sentía el frío en el cuello y los pies descalzos, dejaba que el calor del sol me calentara el rostro a trozos. Primero en la frente y la barbilla. Luego en los párpados y los labios. De golpe abría bien la boca y tragaba luz. La masticaba. Brillante y escurridiza se adhería al paladar. Después venían las tardes, cuando el sol entraba por la puerta acristalada de la entrada. Aquello eran un espectáculo digno de ver. Los haces de luz se filtraban por los ventanucos cuadrados y mostraban el polvo condensado, que flotaba ingrávido a mi alrededor. Mi sombra a cuadros se reflejaba en la pared blanca y yo me sentía tan feliz que daba vueltas sobre mí misma. Los cuadros crecían o menguaban según yo iba girando. Parpadeaban. Como cuando proyectan los primeros planos de una película en blanco y negro.
Alguna vez traté de explicárselo, de contarle la maravilla que era sentir aquella presencia por toda la casa. Pero no lo entendió. No era capaz. Un día llegó temprano; antes de que el día despuntara. Venía más enérgica de lo normal, yo dormía en el sofá, me despertó al tirar una silla al suelo. Andaba a tientas buscando la cuerda para subir la persiana. Renegaba sin parar. Escupía un murmullo quejumbroso. En cuanto agarró la cuerda tiró de ella con fuerza y enrolló la persiana hasta arriba del todo. Trataba de hacer un nudo, pero la cuerda estaba enredada. Abrió la ventana y asomó la cabeza. Entonces se oyó un silbido extraño y después un clac ensordecedor. El tambor había cedido y todo el peso del rollo de madera le había caído encima. Soltó un alarido. La persiana se estampó contra el suelo y ella se desvaneció. Después tan solo se oía el tic tac del reloj de pared. Pasaron unos cuantos segundos, me acerqué a ella. Al principio no veía nada, estaba muy oscuro, pero poco a poco la claridad del amanecer me la reveló allí tumbada en el suelo, tendida boca arriba. La luz tenue perfilaba sus rasgos, que eran mucho más dulces ahora, más dóciles. Las arrugas apenas se le apreciaban. Tenía la tez transparente, los ojos cerrados, la frente despejada. Emergió entonces en ella un gesto de descanso profundo, de calma.
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Translated by chat gpt
I had told her many times, “I don’t want you to raise the blinds. I like everything just the way it is.” But she didn’t pay any attention; she had that obsession. She would burst through the door every morning, thundering. She would howl my name down the hallway. She moved impetuously, colliding with all the furniture. She traversed the house in search of me.
I used to position myself in a different place each time to throw her off. One day, I would sit quietly in the kitchen, sipping coffee. Another day, I would curl up on the velvet sofa in the living room. I’d hide behind doors, stretched out in the bathtub. I remember one time wrapping myself in the dining room curtains; she took so long to find me that she gave up and left. But most of the time, she would locate me, scrutinize me from head to toe, and unleash a reprimand. “Why are you still in your pijamas? Everything is a mess; you can’t live like this,” she would say, and on and on. After the second sentence, I would stop listening. I enjoyed watching her expression change, how the vein in the middle of her forehead would swell, acquiring a shiny greenish hue. The corner of her mouth would twist. Her eyebrows would become electrified. Despite her age, she still retained a certain beauty: gray hair framed piercing blue eyes. She had a well-defined nose and prominent cheekbones. Some days, when my mind was feeling creative, I imagined that while she was ranting, monkeys appeared on her face. They jumped around and scratched their armpits. Uh, uh, ah, ah. That made me laugh a lot, and she would get even more irritated. The scolding would then prolong.
Then came the worst part, when she opened all the blinds in the house. One by one. The blinds were made of wood and were in tatters. The cord to raise them had peeled over time and often failed. She would forcefully lift them and leave the cord tied with a sailor’s knot.
-You need light here. You can’t live in the dark -she would repeat as she let the light flood in abundantly.
-I don’t live in the dark -I would grumble futilely.
On days when she was absent because she had other things to do, the blinds remained lowered. In the early hours, the sun would hit the windows of the living room. The light filtered in, sliced, and reflected on the wall behind the sofa, accompanying the old wall clock. If there was luck and a breeze, the blinds would rattle, and the stripes of light would dance on the wall to the rhythm of a tap, tap, tap. In winter, at exactly 12:00 noon, the sunbeams would enter through the patio windows. They fell obliquely, and pieces of light appeared on the floor. I would then lie on the checkered tiles, feel the cold on my neck and bare feet, and let the sun’s warmth piece by piece warm my face. First, on the forehead and chin. Then on the eyelids and lips. Suddenly, I would open my mouth wide and swallow the light. I chewed it. Bright and elusive, it adhered to the palate. Then came the afternoons when the sun entered through the glass door at the entrance. It was a spectacle worth seeing. The beams of light filtered through the small square windows, showing the condensed dust floating weightlessly around me. My checkered shadow reflected on the white wall, and I felt so happy that I spun around. The squares grew or shrank as I turned. They blinked. Like when they project close-ups in a black and white movie.
I tried to explain it to her once, to tell her the wonder of feeling that presence throughout the house. But she didn’t understand. She couldn’t. One day she arrived early, before dawn. She was more energetic than usual; I was sleeping on the sofa, and she woke me up by knocking a chair to the floor. She fumbled in the dark, searching for the cord to raise the blind. She kept cursing. She spat out a grumbling murmur. As soon as she grabbed the cord, she pulled it forcefully, rolling the blind all the way up. She tried to tie a knot, but the cord was tangled. She opened the window and stuck her head out. Then a strange whistle was heard, followed by a deafening thud. The drum had given way, and the entire weight of the wooden roll fell on her. She let out a scream. The blind crashed to the floor, and she collapsed. Then only the ticking of the wall clock could be heard. A few seconds passed, I approached her. At first, I couldn’t see anything; it was very dark, but gradually the dawn light revealed her lying on the floor, face up. The faint light outlined her features, which were much sweeter now, more docile. The wrinkles were barely noticeable. She had a translucent complexion, closed eyes, and a clear forehead. A gesture of deep rest, of calm, emerged in her.