Todos los muertos que me construyen II
Read in 6' — 1147 words.
Fotografía nº2
Si mi madre supiera que he escogido esta foto, con toda probabilidad me odiaría. En ella salimos las dos en la playa: mi madre, medio tumbada mirando a cámara; yo recogida, sentada en sus pantorrillas. A juzgar por mi aspecto, y el chupete que reposa en la toalla, debo tener unos dos años. Las piernas de mi madre llenas de cicatrices relucen al sol. Tiene dos cicatrices largas como lombrices, una en cada pierna. Como dividiéndolas por la mitad, como marcando una anomalía en su cuerpo, en su vida, ya de entrada.
El relato sobre cómo se hizo aquellas heridas todavía guarda rincones oscuros. La única historia que subyace entre mis recuerdos de niñez es extraña e inverosímil, pero la expondré de todos modos. Mi madre me contó, o tal vez yo imaginé, que cuando ella tenía dos años, unas niñas mayores que ella, la tiraron, lanzaron, empujaron, por un terraplén. Abajo habían preparado una cama para amortiguar el golpe, el problema es que estaba hecha de ladrillos, cubierta por encima con unos hierbajos. Evidentemente la caída destrozó las piernas de mi madre. Aquello derivó en multitud de operaciones y largas temporadas en el hospital, con las piernas escayoladas. Pero lejos de arreglarla, cada operación, no hizo, sino, que empeorar el asunto.
Con el paso de los años, este es el relato que ha quedado en mí. Cuando hoy pienso en esta historia me resulta demasiado descabellada; ¿por qué iban a lanzarla unas niñas? ¿Y cómo, en qué momento, se les ocurriría poner una cama de ladrillos para amortiguar el golpe? No, no tiene sentido.
Mi madre, mujer de gran belleza, siempre tuvo un terrible complejo de sus cicatrices, a menudo trataba de ocultarlas vistiendo medias de color carne. Y siempre, a su vez, estaba muy pendiente de que yo no me cayera, de que, a mí, su bien más preciado, no me sucediera lo mismo. Esto lo sé a ciencia cierta, porque he encontrado cartas mías, llenas de faltas de ortografía, enviadas desde alguna de las colonias donde solía mandarme en verano, donde le detallo: la comida está buena, me lo paso bien, y mamá, no te preocupes, solo me he caído cinco veces. Después apostillo entre numerosos signos de exclamación: pero casi no tengo heridas.
Aunque en ocasiones, precisamente, aquello que quieres alejar, evitar, viene directo hacia ti. Como si existiera una fuerza oculta en el rechazo que lo atrajera. Y así fue que, a la edad de nueve años, me caí en el patio del colegio. Mi rodilla golpeó con fuerza contra un bordillo punzante y se abrió, quedó colgando. La herida era tan profunda que apenas sangraba. Tan solo recuerdo mis pantalones verde botella rajados, el hueso que asomaba y la cara de espanto de mi madre ante el destrozo, la fatalidad estética a la que había quedado condenada mi rodilla. El resultado: cinco puntos por dentro, quince por fuera y una marca con forma de herradura estampada para siempre en mi pierna.
Mientras escribo estas líneas, se me ocurren frases que le diría hoy a mi madre, dieciséis años después de su muerte. Le diría que me gusta mi cicatriz: con forma de media luna, extraña, escamosa, suave. Le diría también que me parece bonito que las dos estuviésemos marcadas del mismo modo. Como si fuéramos de un equipo especial, el equipo de las cicatrices en las piernas: hermosas, brillantes, que relucen bajo el sol del verano y se vuelven de color caramelo.
-————
translated by chat gpt
Photograph No. 2
If my mother knew that I chose this photo, she would probably hate me. In it, both of us are on the beach: my mother, half-lying looking at the camera; and me, sitting on her shins. Judging by my appearance and the pacifier resting on the towel, I must be about two years old. My mother’s legs, full of scars, gleam in the sun. She has two scars, long as earthworms, one on each leg. As if dividing them in half, as if marking an anomaly in her body, in her life, right from the start.
The story of how she got those wounds still holds dark corners. The only story that lingers in my childhood memories is strange and implausible, but I’ll share it anyway. My mother told me, or perhaps I imagined, that when she was two years old, older girls than her threw, launched, or pushed her down a slope. Below, they had prepared a bed to cushion the impact, but the problem was that it was made of bricks, covered above with some weeds. Obviously, the fall shattered my mother’s legs. This led to numerous operations and long periods in the hospital, with her legs in plaster. But far from fixing her, each operation only made things worse.
Over the years, this is the narrative that has remained in me. When I think about this story today, it seems too absurd; why would older girls throw her? And how, at what moment, would they think to put a bed of bricks to cushion the fall? No, it doesn’t make sense.
My mother, a woman of great beauty, always had a terrible complex about her scars, often trying to hide them by wearing flesh-colored stockings. And always, in turn, she was very careful to ensure that I, her most precious possession, did not experience the same. I know this for sure because I found letters from me, full of spelling mistakes, sent from one of the colonies where she used to send me in the summer, where I detail: the food is good, I’m having fun, and Mom, don’t worry, I’ve only fallen five times. Then I add among numerous exclamation marks: but I hardly have any wounds.
Although sometimes, precisely, what you want to keep away, to avoid, comes straight towards you. As if there were a hidden force in rejection that attracts it. And so it was that, at the age of nine, I fell in the schoolyard. My knee hit forcefully against a sharp curb and opened up, it hung. The wound was so deep that it barely bled. I only remember my bottle-green pants ripped, the bone protruding, and my mother’s horrified face at the wreckage, the aesthetic fate to which my knee had been condemned. The result: five stitches inside, fifteen outside, and a horseshoe-shaped mark forever imprinted on my leg.
As I write these lines, phrases come to mind that I would say to my mother today, sixteen years after her death. I would tell her that I like my scar: crescent-shaped, strange, scaly, soft. I would also tell her that I find it beautiful that both of us were marked in the same way. As if we were part of a special team, the team of leg scars: beautiful, shiny, gleaming under the summer sun, turning caramel in color."