Todos los muertos que me construyen IV

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Fotografía nº4

La fotografía es la de mi puesta de largo. Sí, fui a uno de esos colegios en los que al cumplir dieciocho años se celebraban puestas de largo. Que básicamente consistía en que un grupo de adolescentes trajeados picara cuatro croquetas y se emborrachara en un local alquilado. A día de hoy me parece muy descabellada la idea, la de celebrar una puesta de largo. Pero en aquella época me hacía ilusión. Recuerdo que lo del vestido y el maquillaje fue un drama. Para conseguir el vestido mamá recurrió a un exnovio suyo: Luis. Un tío majo. A mí me caía bien, aunque discutíamos mucho y eso a mi madre no le gustaba. Así que un buen día decidió eliminarlo de la ecuación. Los intereses de Luis eran el esquí y la ropa: diría que por ese orden. Era monitor de esquí, eso siempre ayuda a conocer gente, así fue como se ligó a mi madre, dándole clases. Cuando terminaba la temporada de esquí intentaba conseguir ingresos por otra vía. En una ocasión lanzó una marca de ropa con un socio, pero no tuvo éxito. Por eso tenía contactos en el mundo textil y me consiguió un vestido. Me lo regaló por mi puesta de largo, aunque seguía resentido conmigo porque me hacía responsable de la ruptura con mi madre. El vestido era largo, como marcaba la ocasión, de color entre naranja clarito y amarillo, era de raso hasta la altura del pecho y luego la tela estaba cubierta de brillantes del mismo color con forma de lunas y estrellitas. Enfundada en él parecía una sirena de color mandarina con piedrecitas que chispeaban.

También fui a la peluquería a que me peinaran y maquillaran. Nunca antes había ido a una peluquería para prepararme para una fiesta. Recuerdo que después de que la peluquera me maquillara y me hiciera un moño, me pidió si me podía sacar una foto para mostrar a las clientas. Le dije que sí. Para mi sorpresa su intención era hacerme la fotografía de espaldas. Quería que se viera el moño, claro, aunque yo me quedé desinflada. Mi madre empezó a hacerle gestos de forma disimulada, como para que me sacara otra de frente, pero que pareciera que era idea suya. Aquello fue aun peor, porque yo ya me había dado cuenta de todo. Deberían saber que no está bien, que no se debe jugar con los sentimientos de una adolescente horas antes de su puesta de largo. Que es un asunto peligroso, es como una bola de fuego que se les puede volver en contra. Pero ellas no tenían ni idea; así que, por una cuestión de inercia social, las tres seguimos con la pantomima: la peluquera haciendo como que me quería sacar la foto de frente, yo con mi sonrisa forzada aparentando no haberme enterado de nada y mi madre satisfecha creyendo que lo tenía todo bajo control. Esa fotografía nunca la llegué a ver; de hecho: nunca más en mi vida he vuelto a ir a una peluquería a que me peinen y me maquillen.

En la otra fotografía, en la del álbum, aparezco junto a mis abuelos maternos y mi madre. Y además del súper vestido y el moño, llevo una corona de plástico que me parece el colmo de la cursilería. Pero qué le vamos hacer, ahí está la prueba fehaciente de que durante un tiempo en mi vida estuve muy a fondo con el rollo princesa. Mi abuelo, regordete y bien mudado, ríe bajo el bigote. La luz del flash centellea en la ventana que hay detrás nuestro y despide rayos en el reloj de mi madre, que mira distraída fuera de campo. Mi abuela lleva una camiseta de vestir negra con transparencias y sonríe con los ojos cerrados. La imagen no tiene interés si no fuera porque salen ellos: los ausentes. Han transcurrido veintidós años desde el momento del disparo y ya están todos muertos, incluido el fotógrafo, mi padre. Solo quedo yo, como una princesa perdida en un baile de fantasmas. Atrapada en un trozo de papel fotográfico que me transporta a un tiempo de felicidad inocente, donde mantengo la expresión ingenua de quien desconoce el dolor y tiene preocupaciones banales. Como el grano que me salió aquella mañana y trato de ocultar de forma torpe con un corrector de color carne.

Sigo mirando la foto y siento que algo falla. Que si ya no están en este mundo tal vez deberían desaparecer también de la imagen. Borrarse por arte de magia, como en Regreso al Futuro, cuando Marty McFly toca la guitarra en el baile final y siente que se desvanece porque sus padres del pasado no se han enrollado y si no lo hacen él nunca existirá. Se evapora poco a poco y le cuesta tocar el instrumento y desafina. Tal vez es eso, pienso que tienen que desvanecerse. No acabo de entender que sigan ahí tan campantes cuando ya no existen en la vida real.

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translated by chat gpt

Photograph No. 4

The photograph is from my debutante ball. Yes, I went to one of those schools where they celebrated debutante balls when you turned eighteen. It basically involved a group of teenagers dressed up, eating a few croquettes, and getting drunk in a rented venue. Nowadays, the idea of celebrating a debutante ball seems absurd to me. But at that time, I was excited about it. I remember the drama surrounding the dress and makeup. To get the dress, my mom turned to one of her ex-boyfriends: Luis. A nice guy. I got along with him, although we argued a lot, and my mom didn’t like that. So one day, she decided to eliminate him from the equation. Luis’s interests were skiing and clothes, I would say in that order. He was a ski instructor, which always helps to meet people; that’s how he hooked up with my mom, giving her lessons. When the ski season ended, he tried to make money in other ways. Once, he launched a clothing brand with a partner, but it wasn’t successful. That’s why he had contacts in the textile world and got me a dress. He gave it to me for my debutante ball, although he still held a grudge against me because he blamed me for his breakup with my mom. The dress was long, as befitting the occasion, a light orange to yellow color, satin up to the chest, and then the fabric was covered with sparkles of the same color, shaped like moons and little stars. Wearing it, I looked like a tangerine-colored mermaid with sparkling gemstones.

I also went to the hair salon to have my hair and makeup done. I had never been to a hair salon to prepare for a party before. I remember that after the stylist did my makeup and put my hair in a bun, she asked if she could take a photo of me to show to clients. I said yes. To my surprise, she intended to take the photo from behind. She wanted to showcase the bun, of course, but I was deflated. My mom started making discreet gestures to her, as if to have her take another one from the front, making it seem like it was her idea. That was even worse because I had already caught on to everything. They should know that it’s not right, that you shouldn’t play with the feelings of a teenager hours before her debutante ball. It’s a dangerous matter, like a fireball that can turn against them. But they had no idea; so, out of social inertia, the three of us continued with the charade: the stylist pretending she wanted to take a front-facing photo, me with my forced smile pretending not to have noticed anything, and my mom satisfied, thinking she had everything under control. I never saw that photograph; in fact, I have never been to a hair salon again to have my hair and makeup done.

In the other photograph, in the album, I appear with my maternal grandparents and my mom. Besides the super dress and the bun, I wear a plastic crown that I find the epitome of kitsch. But what can you do; there is the irrefutable proof that for a while in my life, I was fully into the princess thing. My grandfather, chubby and well-dressed, laughs under his mustache. The flash’s light sparkles in the window behind us and sends rays to my mom’s clock, who looks distracted out of frame. My grandmother wears a black dress shirt with transparency, smiling with her eyes closed. The image would be uninteresting if it weren’t for them: the absent ones. Twenty-two years have passed since the moment the shutter clicked, and they are all dead now, including the photographer, my father. Only I remain, like a lost princess at a dance of ghosts. Trapped in a piece of photographic paper that transports me to a time of innocent happiness, where I maintain the naive expression of someone unaware of pain and concerned with trivial matters. Like the pimple that appeared that morning, and I try to clumsily conceal with a flesh-colored concealer.

I keep looking at the photo, and I feel that something is amiss. If they are no longer in this world, perhaps they should disappear from the image as well. Vanish by magic, like in Back to the Future when Marty McFly plays the guitar in the final dance and feels himself fading because his parents from the past haven’t hooked up, and if they don’t, he will never exist. He slowly evaporates, struggles to play the instrument, and goes out of tune. Perhaps that’s it, I think they have to vanish. I just can’t understand why they are still there so confidently when they no longer exist in real life.